El nombre olvidado

SADE

AHORA QUE HAN PASADO CASI DIEZ AÑOS me vuelven al recuerdo los días con ella en aquel amplio ventanal frente al Caribe. La soledad es un territorio vasto y pleno de matices que sólo podemos ver los que aprendemos a descifrar los códigos y símbolos que adornan las paredes de las tardes sin fondo; cierta música, determinados colores, algún sabor, olor y una piel transmiten sensaciones que convierten cualquier pequeño espacio en un mundo que puede tardar toda una vida en recorrerse, y del que a veces no se quisiera retornar. La música, por ejemplo, tiene la particularidad de empujar a uno por senderos tan queridos…

This is no ordinary love
No ordinary love
Keep tryin’ for you
Keep cryin’ for you
Keep buyin’ for you
Keep flyin’, I’m fallin’
And I’m fallin’…

…y el color preciso del mar en aquellos atardeceres, cuando ya la ciudad comenzaba a recobrar la calma de la cotidiana héjira de empleados y viandantes, y que la gran avenida comenzaba a maquillarse con la misma melosa vanidad con que ella me esperaba tan pronto intuía mis pasos al dejar el ascensor. Conocía perfectamente todos los sonidos que me acompañaban: mis pasos, mis llaves y hasta el momento en que me detenía en el buzón a recoger los diarios, la correspondencia; hasta el ínfimo instante en que miraba hacia ningún lado, cotejando al descuido el manojo de llaves para escoger aquella con los bordes gastados que daba paso a nuestro efusivo encuentro.

Mi vida nunca ha estado marcada por momentos específicos. Ni siquiera por estados de ánimo. Siempre he sido el mismo, el mismo solitario que entre libros, música, placas y películas ha vivido en todos los lugares y todos los momentos con la misma intensidad y el mismo ritmo. Por más grande y agitada que haya sido la ciudad donde me ha tocado vivir o permanecer por algún tiempo, he logrado sobrevivir sin tener que acelerar ni un ápice mi marcha. Sólo tengo que apretar el obturador y el mundo comienza a girar alrededor de mi órbita. En ese mundo, mi mundo, finalizando el 91, me encontré con Ramón en una sesión fotográfica a un grupo de muchachas que participarían ese año en el Concurso Nacional de Belleza. A través de Ramón, precisamente en esos días, llegó ella a mi vida.

¿Qué sentido tiene esta tarde junto al mar, frente a las más hermosas mujeres del mundo posando para mí, tratando cada una de opacar con un gesto, un guiño o una sonrisa toda la cosmética del mundo? Aún suena en aquella terraza la canción y de verdad siento que, de entonces acá, he perdido una parte vital de mí.

And I’m fallin’…

Primero fue París. A través de una agencia local de la UNESCO gané el concurso para producir las fotografías de un libro sobre la niñez abandonada en el mundo. Desde la capital francesa viajé por todo el orbe y me puse en contacto con las diferentes culturas y rostros que conformaban el universo. Durante casi diez años me he mantenido con un pie en el estribo de un avión. No regresé jamás a Santo Domingo; lo más cerca que he estado en todo este tiempo es esta tarde aquí en Cayo Hueso, escapándome por momentos de los caprichos y vanidades de estas chicas para perderme en el paisaje que me recuerda tanto el norte de la isla, sobre todo Sánchez, Puerto Plata y Samaná.

Ahora, hace un rato, posaba para mí la representante de Nigeria; alta, elegante y con una seductora forma de mirar y caminar. Arie, así es como se llama la mujer que ha concitado la atención de todos en este paraíso tropical, al sur de Florida. Frente a ella, volví a recordar aquellos años, las puestas de sol frente al mar Caribe; cómo ese inmenso disco anaranjado se bañaba y se mecía en el vaivén de las olas, Alana en mis piernas, melosa, rendida ante el arrullo de mis dedos, al mismo vaivén de las olas que mecían al sol, se perdían en la calma chicha de su piel.

Una de esas tardes, no recuerdo precisamente cuándo, fue que descubrimos la canción. Esa canción que nos remitía quizás a nuestros ancestros marinos; quién sabe de dónde habíamos venido, qué misterios ocultos nos habían empujado hasta esa orilla del mundo; un mundo que, a coletazos, trataba de erguirse y a cada vuelta de agujas en la esfera tenía que empezar de nuevo. Volvía a caer.

Si por lo menos, si desde el fondo de las milagrosas aguas, emergiera una luz, una promesa de vida como la que esa tarde descubrimos ella y yo viéndola salir como sirena, desde el fondo del mar, nada ordinaria, innombrable. Sade, vestida de novia, salida de las aguas cantaba la canción y se mostraba ante nuestros ojos como la mágica visión, el conjunto vista-oído, volumen, espacio-tiempo, instante…

When you came my way
You brightened every day
With your sweet smile…

Desde entonces, claro está, había otro motivo para sentarnos frente al televisor y esperar que apareciera la visión; tal vez ese otro mundo que soñábamos o que nos transportaba a un lejano ayer. Alana no tenía ojos nada más que para mí, no tenía tiempo para nadie más. Si pudiera cambiar todas las fotos de mi dossier por las que le hice frente a la ventana de aquellos atardeceres, seguro que lo haría. Nunca me he desprendido de ellas, tampoco dejo que mucha gente las vea, las toque. Son mi mayor tesoro, mi talismán para navegar la soledad hacia puerto seguro cada tarde en cualquier orilla del mundo. No importa, es lo único que me mantiene unido a ella que no pudo acompañarme en aquel apurado viaje a París.

Había que completar ciertos trámites y de ello dejé encargados a mi hermana y a su esposo; ellos me lo contaron todo. Tuvieron que grabarle en un casete la canción para que frente a ella, la Sade, cantando y emergiendo del centro del mundo de las aguas, apurara su ínfima ración de cada día. Terminaron llamándola Sade, más que por su porte y la reverencia con la que caminaba y se giraba a mirarlos y a no verlos (quizás porque me buscaba a mí, que regresara cada tarde), por la atención y reverencia con la que se entregaba a esa canción. No la entendieron nunca, nunca pudieron descifrar los misterios ocultos que animaban a su triste alma a refugiarse en el extraño símbolo en que se convirtió aquella canción, clave secreta para viajar conmigo a ese mundo tan particular y tan secretamente nuestro.

Una tarde. Era agosto, asegura mi cuñado, con quien hablaba cada día y a quien le urgía en el papeleo para que pudiéramos estar juntos nuevamente, Alana saltó por la ventana en el preciso instante en que Sade surgía de las aguas. Desde entonces, cada vez que estoy frente al mar, espero que del mismo centro de las aguas, tal vez escoltada por medusas y delfines, emerja, melosa, seductora y dueña de sí misma, Alana, la hermosa gata que con sus uñas afiladas iluminó las tardes más felices de mi vida, y venga a llenar de nuevo mi ancha y honda soledad. © El nombre olvidado (Callejón, 2015)

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