Escribir es la mejor paga para el alma, pero no para el cuerpo. Aquí en Latinoamérica el hambre y la tortura es visceral e incompasiva. Lo sé porque conozco la vida de algunos grandes de la literatura que sufrieron una serie infortunios por dedicarse a la prosa. Por ejemplo, Horacio Quiroga fundó un laboratorio literario con el fin experimentar nuevos estilos y estructuras literarias. Él y sus colegas fueron criticados y rebajados como escritores. Un día su amigo Federico Ferrando recibió malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas y lo retó a un duelo. Quiroga preocupado por Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente.
Quiroga padeció la muerte de un ser querido por defender su labor literaria. Se ahogó en la agonía y a su vez encontró la inspiración para sus siguientes obras. El ejemplo demuestra que el aliciente en Latinoamérica surge de enfrentar un infortunio. Hay muchos otros casos que podría contar para confirmar la premisa pero mejor que los mismos autores lo digan a través de su obra.
Los siguientes textos varían en estilos, temáticas y sentimientos. Forman parte de nuestro pasado y de lo que somos como sociedad, como latinoamericanos.
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«Macario» de Juan Rulfo
«Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos…».
«Grafitti» de Julio Cortázar
«Cuando el otro apareció a lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer».
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«El caso de los viejitos voladores» de Adolfo Bioy Casares
«Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes?».
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«No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas».
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«Algo muy grave a suceder en este pueblo» de Gabriel García Márquez
«El carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo».
«Compensaciones» de Mario Benedetti
«Se despertó a las seis, sin embargo, la cabeza horriblemente pesada. Ya no podía llegar a la reunión, qué joda, así que se duchó y se afeitó. Cuando abrió el ropero, se encontró con que allí no estaban ni los vaqueros, ni la polera, ni el bolso. Ya era tarde. Imposible avisar a nadie. Sencillamente: el desastre».
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«El principio del placer» de José Emilio Pacheco
Y sin saber que ya era de noche, ya estábamos rodando por la arena sin dejar de besarnos, le metía la mano por debajo de la blusa, le acariciaba las y piernas y estuve a punto de quitarle la falda».
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«La biblioteca de Babel» de Jorge Luis Borges
«El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací».
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«El muerto en el mar de Urca» de Clarice Lispector
«Sólo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá».
«El muro» de Eraclio Zepeda
«Al principio fue sólo una sensación. Pero al paso de las horas, la fabrica de aquella resuelta pared progresaba a ritmo franco. El más pequeño ademán de él o la más simple inflexión en la voz de ella colaboraban, eficazmente en su erección».
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‘Alta costura’ de Beatriz Espejo
«Se escucharon las primeras notas de una sonata de Bach. Desde sus telones la bailarina surgió con una vela entre los dedos, el cabello suelto teñido de púrpura, descalza, cubierta por una toga blanca. Nadie supo cómo avanzó hasta el punto donde se hallaba, metida en su música escuchándola con unción, para sí misma, ajena a sus invitados, al mundo tangible y cotidiano».
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«La casa nueva» de Silvia Molina
«Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted como mi papá. No me diga que fue un soñador; era un enfermo —con el perdón de usted. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí o, de plano, no está».
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«La culpa es de los tlaxcaltecas» de Elena Garro
«Nacha oyó que llamaban a la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció […] llevaba el traje blanco, quemado y sucio de tierra y sangre».
‘»Dos palabras» de Isabel Allende
Su oficio era vender palabras. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada».
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«Yo la maté» de Óscar de la Borbolla
«La vergüenza anticipada, el temor a la deshonra, mi creencia en la virginidad senil me obligaron a matarla […] Hoy por fin, gracia a este cuento, puedo exhibir los detalles de mi primer crimen pasional sin tener que sufrir las consecuencias».
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«EL cambiazo» de Mario Benedetti
«Me las van a pagar todas juntas. No importa que, justo ahora, cuando voy a firmar la decimoctava orden de arresto, se me rompa el bolígrafo. Me cago en la putísima».
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«Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden».
«Dios en la Tierra» de José Revueltas
«Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca y tras de las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabían ni un alfiler ni un gemido».
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«Enigmas sueltos» de Jorge F. Hernández
«Es probable que en pocas horas vengan por mí. No queda tiempo para llamar a nadie ni intentar la huida. Si acaso, probaré un recurso al final de estas páginas y se me ocurre aprovechar su espacio para dejar constancia de las revelaciones por las que se me persigue».
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«Los zapatos de la princesa» de Guillermo Samperio
«Tengo un deseo inconfesado, lo guardo en el fondo de mi pierna derecha desde el 22 de febrero de 1974, de vez en cuando se escuchan ruidos en el sótano de esa pierna».
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«Una mujer amaestrada» de Juan José Arreola
«Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia vileza».
«Cuento de los hermanos Pinzones» de Jorge Ibargüengoitia
«Memo le dio la vuelta al mundo y regresó a México igual de feroz, igual de abusivo y sintiéndose desgraciado, pero famoso por haber sido el niño ganador del premio «La Vuelta al Mundo de un Estidante».
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«El hombre muerto» Horaco Quiroga
«Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia».
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«La tumba india» de José de la Colina
«Dio la casualidad de que en ese momento entró en el café, convirtiéndose inmediatamente en un imán para la mirada de todos los presentes, una señora treintañera, de belleza deslumbrante, que caminaba como envuelta en pura música, cimbrándose el alto y esbelto cuerpo como una elástica lanza».
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«El recado» de Elena Poniatowska
«Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine».
«Eso que se diluye en los espejos» de Jorge F. Hernández
«Mejor entrégate, deja estas páginas que sólo han servido para intentar reflejarte. Deja de leer; quema, guarda o, mejor aún, regala estas líneas. Apresúrate, después de todo, sabes que sólo entregándote completas las letras que hacen de este reflejo el crimen perfecto».
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«Luvina» de Juan Rulfo
«Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido… «.
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«La forma de la espada» de Jorge Luis Borges
«¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme».
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«El ojo silva» de Roberto Bolaños.
«Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende».
«Punto y coma» de Mónica Lavín
«Sedúceme con tus comas, con tus caricias espaciadas, tu aliento respirable y tus atrevimientos continuos; colócame el punto y coma para cambiar las caricias por largos besos y frases susurradas boca a boca».
«El cerdito» de Juan Carlos Onetti
«Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina».
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«El Héroe» de Julio Torri
«Maté al pobre dragón de modo alevoso que no debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales».
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«Para objetos solamente» de Mario Benedetti
«El tercer y último objeto es un trozo de papel color crema, algo así como la mitad de una hoja de carta que alguien hubiera partido en dos, escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves y con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica».
«La noche boca arriba» de Julio Cortázar
«Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó».
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«La mula en la Noria» de Ethel Krauze
«Definitivamente es mejor ser hombre. Ellos te llegan, ellos tienen el poder de llamarte por teléfono cuando deseen y de mandarte al caño cuando se fatigan. Y ellos tienen además, el pequeñito pero seguro, goce de su eyaculación, la libertad de ser siempre lo que son».
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«Cabecita blanca» de Rosario Castellanos
«Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto».
«El gato» de Juan García Ponce
«Después, cuando los dos yacían uno al lado del otro, con las piernas entrelazadas todavía y envueltos en el olor mezclado de sus cuerpos, ella le preguntó, como si de pronto recordara algo que venía de mucho más atrás, si en algún momento había metido a la casa al gato que había estado maullando afuera».
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«Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo».
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«La loca y el relato del crimen» de Ricardo Piglia
«Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento».
«El dinosaurio» de Augusto Monterroso
«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».
La selección de los cuentos es una decisión personal. No soy crítico ni tampoco un erudito en el mundo de las letras, soy un simple lector apasionado. Si ustedes han leído un mejor texto que merece un lugar aquí, siéntanse libres de expresarlo. La maravillas de las letras es que pueden ser reescritas.
Si quieres más relatos breves puedes consultar los artículos: «5 cuentos que revivirán tu pasado indígena» y «17 cuentos de Juan Rulfo para leer en línea«.